dimecres, 12 de novembre del 2014

A quien interese

Aunque la lengua en que habitualmente escribo los artículos en este blog es el catalán, dado el mucho interés que tengo en que el artículo que ahora inicio pueda ser entendido por el máximo número de personas de habla castellana posible, en atención a ellas me he decidido a no seguir mi costumbre y usar la lengua de Cervantes. Dicho lo anterior, entro en materia.
De un tiempo a esta parte me he percatado de que fuera del territorio catalán la única información relacionada con lo que se ha venido en llamar el Proceso de Independencia de Catalunya que llega al público general es la que procede de los medios de comunicación en manos de sus adversarios. Permítaseme, pues, que, en calidad de residente en Cataluña, dé mi versión de los hechos según mis apreciaciones personales, susceptible, por supuesto, de estar igual de sesgada que la que intento rebatir.
En primer lugar, a diferencia de lo que se dice en los periódicos y las televisiones de fuera de Cataluña, todo este movimiento no se ha generado en ningún despacho de ningún político. Al contrario, es la cristalización de un estado de ánimo de la población que se ha ido forjando a lo largo de mucho tiempo y que precipitó una sentencia del Tribunal Constitucional dictada en 2010, percibida como injusta y hostil a causa de la falta de legitimidad de sus componentes quienes, no lo olvidemos, estaban pendientes de renovación desde hacía meses. Sin embargo, si queremos entender todo lo que ha sucedido y está sucediendo, necesitamos ir a la raíz de la cuestión: el encaje de Catalunya dentro de España.
Desde hace ciento cincuenta años, el catalanismo político ha querido encontrar la manera de encajar el punto de vista catalán en la política española. Sin embargo, a pesar de sus denodados esfuerzos, la única respuesta que, una y otra vez, ha recibido por parte de los gobernantes españoles ha sido de menosprecio y agresividad. Tanto es así que, ya a principios del siglo XX, Joan Maragall respondió con su conocidísima "Oda a Espanya", en la que le reclamaba que se tomara la molestia de escuchar a alguien que le hablaba en una lengua distinta del castellano. Es decir, le pedía que admitiera que podía haber otras maneras de ser español que no fueran de matriz castellana.
Un primer intento de encontrar ese encaje se materializó en la creación en 1914, hace un siglo, de la Mancomunitat de Catalunya. Desgraciadamente, la alegría duró poco. En 1923 el golpe de estado liderado por el general Primo de Rivera truncó el camino emprendido y desembocó, entre otras consecuencias, en la disolución de la Mancomunitat y la prohibición de cualquier signo de identidad catalán. Primera frustración.
Con la Segunda República, aunque con incidentes, parecía que la cuestión se volvía a encarrilar. Pero el estallido de la Guerra Civil y la posterior dictadura del general Franco hicieron que aquel segundo intento quedara en nada. La represión y la persecución de todo lo que olía a catalán fueron feroces; hasta el punto de que quien hablaba en catalán podía ser objeto de agresiones físicas (mi madre y un bisabuelo mío recibieron sendas bofetadas por este motivo). Sólo se aceptaría una visión folclórica de la catalanidad, la de la alpargata y barretina, según la cual ser catalán quedaba reducido a poco más que un pintoresquismo. Aunque matizado por los intereses de la política internacional, este estado de cosas se prolongó hasta la muerte del dictador en 1975. Segunda frustración, más intensa y grave que la anterior.
Con la aprobación de la Constitución de 1978 parecía que, finalmente, sería posible encontrar una salida al atolladero en que se encontraba el encaje de Catalunya dentro de España. El año anterior Adolfo Suárez había firmado un decreto reconociendo la Generalitat republicana, entonces presidida por Josep Tarradellas, como la institución de gobierno de los catalanes heredera de la legitimidad histórica. Como bien es sabido, en su redactado la Constitución recogía, aunque sin hacer mención explícita del hecho, la existencia de vascos y catalanes como hechos identitarios específicos e históricos y les otorgaba el derecho a gobernarse de forma autónoma mediante la aprobación de los respectivos estatutos de autonomía. En el caso catalán, en 1979 se aprobó y refrendó el Estatuto de Sau.
Sin embargo, los hechos del 23 de febrero de 1981 plantaron la semilla de una nueva frustración. Poco después, como reacción a aquel intento fallido de golpe de Estado, las Cortes aprobaban la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, conocida como la LOAPA, que representaba un paso atrás en el proceso de reconocimiento de las distintas identidades en el el Estado y un duro recorte a las aspiraciones de autogobierno catalanas, a la par que implicó el hecho de que se empezara a desdibujar el modelo de Estado que se había establecido con el pacto constitucional. Como era de esperar, la Generalitat la recurrió ante el Tribunal Constitucional quien, en buena medida, le dio la razón. Con todo, el daño ya estaba hecho y las expectativas de autogobierno volvían a quedar recortadas. Tercera frustración.
Con el paso del tiempo, el Estatuto de Sau fue revelándose insuficiente para dar cobertura a las nuevas necesidades que habían surgido y fue necesaria la redacción y aprobación de un nuevo Estatuto. De manera similar, las otras autonomías se fueron dando cuenta de que también necesitaban reformas en sus respectivos estatutos. En consecuencia, se inició un largo, tedioso y extenuante proceso que, en 2006, desembocó en la aprobación en el Parlamento y en las Cortes, así como el refrendo popular, del Estatuto de Miravet.
Y llegamos al punto donde comenzaba este escrito. Entre tanto se seguía el proceso de aprobación en las Cortes, el Partido Popular, con su presidente Mariano Rajoy a la cabeza, inició por toda España una campaña de recogida de firmas «contra el Estatuto de Catalunya». Es decir, cometió la irresponsabilidad de desatar una ola de anticatalanismo como nunca antes se había producido desde la muerte del dictador. Como resultado, recogió cuatro millones de firmas que, de manera bien ostensible, depositó ante el Congreso de los Diputados.
Poco después de que aquel Estatuto fuera refrendado por el pueblo catalán y, como quien dice, con la tinta todavía fresca, el mismo Partido Popular lo recurrió ante el Tribunal Constitucional quien, después de cuatro largos y exasperantes años de deliberaciones, actuó como si de otra cámara legislativa se tratara y en la primavera de 2010 acabó declarando inconstitucionales once artículos y forzando la interpretación de otros veintisiete; lo que representaba un severo recorte al texto que había salido aprobado por tres cámaras legislativas y un referéndum. Huelga decir que las circunstancias en que se dio dicha sentencia (tan largo periodo de deliberaciones y, sobre todo, la falta de legitimidad de sus miembros por estar pendientes de renovación desde hacía ya casi un año a causa de los impedimentos que ponía el PP, así como el hecho de que otros estatutos reformados posteriormente incluían artículos calcados del Estatuto catalán que no fueron impugnados) desataron una fuerte reacción popular en Catalunya.
Así las cosas, el 10 de julio de aquel mismo año, bajo el lema «Nosaltres decidim» (“Nosotros decidimos”), se convocó la manifestación más multitudinaria que se había dado desde que se convocara aquella contra la participación de España en la guerra de Iraq. La participación estimada alcanzó, según fuentes de la Guardia Urbana de Barcelona, el millón y medio de personas y estuvo encabezada por el Govern de la Generalitat en pleno, presidido entonces por el socialista José Montilla.
Es preciso destacar que Montilla, cuya carrera personal ha demostrado que está libre de toda sospecha de independentismo, en un claro vislumbre de los acontecimientos a venir, declaró que, si España no hacía caso de las reclamaciones de Catalunya, ésta acabaría por caer en la desafección hacia el Estado. Los hechos le han dado la razón. Aquello representó para muchos catalanes, entre los que me cuento, el detonante de la desconexión afectiva del Estado  español. 
Con todo, los sucesivos gobiernos del Estado no han cejado en un intento cada vez más evidente de recentralizar la Administración, laminando una y otra vez, mediante subterfugios y argucias legales o incluso de forma descarada y a plena luz del día, aquellas competencias que en Catalunya se consideran básicas para preservar su identidad como pueblo.
Como muestra de ello baste la cita de una declaración del Ministro Wert en sede parlamentaria durante el proceso de debate de la ley de educación que lleva su infausto nombre: «Hay que españolizar a los niños catalanes». Véase también aquellas declaraciones del ínclito Presidente de Extremadura, la comunidad autónoma más subvencionada y con un índice de funcionarios por habitante más elevado de todo el Estado, según el cual «Catalunya cobra y Extremadura paga». O la desfachatez con que el Ministro Montoro trata al Conseller Mascolell cuando de discutir las dotaciones presupuestarias y los déficit autorizados se trata.
Huelga decir que a todo ello se ha añadido el retraso pertinaz en la publicación de las balanzas fiscales desglosadas por comunidad autónoma. Según estimaciones, el déficit fiscal de Catalunya es de 16.000 millones de euros que van a las arcas del Estado y que no vuelven. Esto equivale a un 8% del PIB de la Comunidad Autónoma. Con solo la mitad de ese porcentaje de déficit, otras regiones europeas ya ponen el grito en el cielo. Y luego, la Generalitat, faltada como está de fondos porque el Gobierno central no le permite acceder a los mercados de capital, tiene que acudir al rimbombantemente llamado Fondo de Liquidez Autonómica, quien le entrega una parte de los fondos que salieron de Catalunya a cambio de adornar el pago de la devolución (sic) con unos suculentos intereses. Por no hablar del déficit de inversiones en infraestructuras que está llevando al borde del abismo al sistema ferroviario de cercanías o el incumplimiento de los acuerdos con la concesionaria Hutchinson, por los cuales el Ministerio de Fomento se comprometía a abrir un enlace ferroviario de calidad y ancho de vía internacional desde la nueva terminal de contenedores del puerto de Barcelona; o las constantes idas y venidas para evitar obedecer las indicaciones de la Comisión Europea con respecto de la urgencia y necesidad del corredor ferroviario del Mediterráneo
Es decir, detrás de cuernos, palos. Y así una y otra vez hasta la saciedad, habiéndonos de oír que Catalunya es la Comunidad Autónoma más insolidaria y la más favorecida por el Estado. Aderezado todo ello con la acusación de ser la más endeudada, obviando que es la que más competencias de gasto social transferidas tiene y, por lo tanto, la que más obligada está a cubrir sus gastos si no quiere dejar desatendidas a centenares de miles de personas que confían en sus prestaciones asistenciales o económicas para sobrevivir con un mínimo de dignidad.
Resumiendo, hasta fines del siglo XX, cada generación de catalanes obtuvo su dosis de frustración con España. Incluso una ni siquiera pudo llegar a abrigar esperanza alguna de arreglo. Desde el año 2000, no estamos hablando de una frustración para cada generación, sino que el berrinche ya es continuo. Desde que José María Aznar iniciara su segunda legislatura, la situación entre España y Catalunya no ha hecho otra cosa que empeorar a causa de los continuos desplantes por parte española.
Hablábamos de la manifestación del 10 de julio de 2010 que encabezó el Govern en pleno. En 2012, la población, harta ya de tantos desmanes, a través de la Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, ambas organizaciones surgidas de la sociedad civil y sin subvenciones públicas de ningún tipo para no tener que renunciar a su autonomía de criterio, convocó una nueva manifestación con motivo de la Diada del 11 de septiembre, con el fin de iniciar el proceso de obtención de la independencia. Daba la casualidad que, dos días después, Artur Más, presidente de la Generalitat, tenía previsto reunirse en Madrid con Mariano Rajoy, presidente del Gobierno.
En aquella reunión, Mas le sugirió a Rajoy el inicio de negociaciones para llegar a un pacto fiscal de características similares al Convenio navarro y el Concierto vasco. La respuesta de Rajoy fue un no rotundo y un portazo en toda regla. En consecuencia, Mas, haciendo uso de sus prerrogativas, convocó elecciones anticipadas y se eligió un nuevo Parlament, el que ahora está en activo, con una clara mayoría soberanista y un claro mandato de conseguir la celebración de un referéndum sobre la independencia acordado con el Gobierno del Estado.
El año siguiente, nuevamente con motivo de la Diada, la movilización ciudadana volvió a ser espectacular. Inspirándose en la Vía Báltica, la Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural organizaron una cadena humana que siguió el recorrido que va desde la frontera francesa en El Pertús hasta el puente sobre el Sénia, al límite con la Comunidad Valenciana en Les Cases d’Alcanar. El objetivo parecía difícil de conseguir, cuando no imposible. En cambio, estimaciones de las autoridades cuantificaron la asistencia en más de millón y medio de personas. La organización fue impecable, casi germánica. Los desplazamientos llegaron a ser de centenares de kilómetros, con el único fin de ocupar un trozo de carretera y luego volver al lugar de residencia habitual. Asimismo, el ambiente fue festivo y cívico y es de destacar la ausencia total de incidentes; una constante en el movimiento independentista a pesar de que desde las filas españolistas se afirme lo contrario y se lo acuse de crispar y dividir.
Tras aquel éxito de organización y participación, en abril de 2014 se intentó la vía del voto en las Cortes Generales para la cesión de la competencia exclusiva del Estado para convocar referéndums. Por toda respuesta se recibió un sonoro portazo en las bruces. En consecuencia, visto el mandato electoral, se buscó la vía de una consulta no vinculante formulada según la legislación autonómica.
Entre tanto el Parlament debatía la Ley de Consultas No Refrendarias, las dos organizaciones civiles anteriormente citadas, junto a la Associació de Municipis per la Independència, volvieron a convocar a la población para que la Diada de 2014 llenara las dos mayores avenidas de Barcelona formando un mosaico con el diseño de la bandera de Catalunya. El éxito fue abrumador y, una vez más, según estimaciones de la Guardia Urbana, la participación de 1,8 millones, volvió a superar la del año anterior.
Con todo, desoyendo el clamor popular, el Gobierno impugnó la Ley de Consultas No Refrendarias y el decreto de convocatoria de la consulta en cuestión; lo que resultó en su suspensión y la imposibilidad de celebrar la consulta de forma legal. Se volvió a intentar mediante un proceso de participación pública que, tras ser objeto de burlas por parte del Partido Popular y el Gobierno del Estado, al cabo de dos semanas y coincidiendo con la detención de 51 cargos electos repartidos por las comunidades autónomas de Valencia, Madrid y Castilla y León, una vez más, se vio impugnado.
Pero esta vez, ya sabemos cómo se resolvió la situación. El Govern siguió adelante con la convocatoria, cuyo operativo se nutría de voluntarios que, libremente, decidían colaborar de forma gratuita y desinteresada. Una vez más, la participación fue multitudinaria. Desafiando las amenazas del Gobierno, más de 2.300.000 personas mayores de 16 años expresaron su opinión.
Cierto que no es una consulta o, ni mucho menos, un referéndum con todas las de la ley. De hecho es la respuesta de un pueblo al que se le niega el derecho a expresarse con la excusa del imperio de la ley porque en España el derecho de autodeterminación no está recogido en la sacrosanta Constitución.
Sin embargo, quienes esto afirman olvidan que en derecho internacional sí se reconoce la autodeterminación por vía pacífica y democrática. Basta con recordar que en Europa, durante los últimos 30 años han aparecido numerosos estados resultantes de la escisión de los antiguos estados surgidos de la Segunda Guerra Mundial. Ejemplo de ello son la escisión de Checoslovaquia en las repúblicas Checa y Eslovaca, la independencia de Eslovenia respecto de Yugoslavia, la independencia acordada de Montenegro respecto de Serbia o el caso paradigmático de las repúblicas bálticas.
Con todo ello quiero decir que la cuestión que se plantea desde Catalunya no tiene nada que ver con los tribunales de justicia y mucho con la voluntad política de llegar a acuerdos que beneficien a ambas partes. El caso más próximo en el tiempo es el referéndum acordado entre Escocia y el Reino Unido. Tampoco en las leyes que componen el corpus constitucional británico se contempla la secesión de una parte del estado, pero británicos y escoceses fueron siempre muy conscientes de que la cuestión era política, no legal, y que, como tal, se tenía que resolver por la vía de la política y la democracia.
En el caso español, el gobierno optó por seguir su política habitual, la judicialización de la política, lo que acaba empobreciendo la calidad democrática del Estado. Poner dificultades para que se celebre un referéndum vinculante y con plenas garantías democráticas no es hacer que triunfe la democracia. Al contrario, es empobrecerla y debilitarla. Si la población no puede expresar su opinión libremente en las urnas, ¿dónde queda el Estado de derecho? Porque las dictaduras también aplican la legislación vigente, pero con el fin de coartar los derechos más fundamentales. Y el derecho a la libre expresión y a la libre opinión es, quizá, el que más caracteriza una democracia de calidad. Todo cuanto impida su ejercicio es, a todas luces, un atentado a los principios más elementales de la convivencia en paz y armonía.